domingo, 16 de noviembre de 2014

Adiós a la tradición oral

En estos días el calor ha vuelto para quedarse: aumenta hasta los 32° C. con una sensación térmica de 36° C., chaparrón, y luego baja hasta los 22° C. con una sensación de 25° C; Pronto aumenta, y en cuanto quiere uno acordarse, hacen 35° C., con una sensación de 40° C., y así hasta el cansancio. Vivimos en una zona de clima templado, estamos de acuerdo en eso, pero pareciera que estamos siendo víctimas de alguna especie de experimento termodinámico hábilmente maquinado por nuestros hacedores (¿lo digo en serio..?). Las noticias televisivas de la semana tan sólo irradian fotones de angustia y miedo: un padre que entregó a su hijo psicópata y homicida a la justicia resulta no ser un padre ejemplar, pero sí un héroe nacional para muchos; el año 2015 se presenta como un pandemónium de propuestas sinsentido y alianzas mediocres; la Señora Presidenta se recupera lentamente de su sigmoiditis; un depósito de garrafas explota ocasionando una lluvia de teas encendidas hacía viviendas aledañas; “Caño Castacha” lucha por su vida; Jairo presenta un nuevo disco; músicos de todas partes de Argentina le hacen un tributo a Gustavo Cerati; Filmoteca presenta a Buster Keaton (la versión simplona de Chaplin).
Estaba por suicidarme, cuando se me ocurrió escribir aquí algo. Hay algo, por cierto, y está referido a mi extraño vicio por las Redes Sociales: conocer lo que piensan o sienten otras personas a las que ni conozco ni tengo planeado conocer, me hacen sentir un parásito más de los servicios de Internet. En mí no es ningún vicio, en realidad, sino que se trata más bien de una forma de vida. Vivo así, alejado del resto, disperso entre toda aquella multitud de mortales sin fe. Yo soy mortal, pero soy verdaderamente libre y humano (pues considero que ser humano es ser libre, y viceversa, o al menos así debería ser), en cuanto prendo el conmutador, en cuanto Google me da la bienvenida, y me invita a entrar en el mundo de los Sin Nombre. Antes dejaba volar más la imaginación, compaginando recuerdos o inventándome otros, posibles y más sensatos. En cuanto a mi fe, no la tengo depositada en algo demasiado claro aún. Es raro, no obstante, sentir tanta devoción por las Figuras Planas, y tan poco interés por una conversación informal y al aire libre, con un cristiano de carne y hueso. Me veo a mí mismo como al Ignatius Reilly de hoy, en el Barrio. Soy un reflejo de la soledad, y a los 28 años de edad no puedo aspirar a otra cosa que a la misantropía y a cierta oligofrenia. Sin embargo, amo (es decir, siento algo que no sé decir bien qué es), y eso significa que aún existe alguna chance de que se pueda llevar a cabo una metamorfosis de mi existencia, como la que sufriera Gregorio Samsa en su dormitorio. Siento esa sensación tan recurrente en Huxley de haber podido dejar mi espacio vital a otro ser algo más significativo:
“Un billón de espermatozoides,
Todos ellos vivos;
De su cataclismo sólo un pobre Noé
Se atrevió a pensar que iba a sobrevivir.
Y en ese billón menos uno
Podría por azar haber estado
Shakespeare, otro Newton, un nuevo Donne;
Pero ese Uno fui Yo.
¡Qué vergüenza haber expulsado así a los mejores que tú,
Entrando al arca mientras los demás quedaban afuera!
Mejor para todos habría sido, perverso homúnculo,
Que en silencio te hubieras muerto.”

Al igual que el personaje de John Kennedy Toole, he perdido toda confianza en el mundo, y la sociedad permanece como expectante al verme llegar, esperando a ver si me regenero y me nutro en su seno o si me hago odiar, si me arrepiento de mis pecados o si me convierto en un mártir más de la horca. Me cansa vivir (taedium vitae), pero considero que la muerte ha de ser mucho más aburrida, y por eso es que elijo vivir, aunque gustoso hubiese dejado la vida a otro Huxley, a otro Dostoievski o a otra “ella”. Otra similitud de tipo más fisiológico: mientras a Ignatius Reilly le sonaba la válvula, la cual se le abría y se le cerraba según la tensión que experimentara en un momento dado, a mí se me hincha algo a un costado del vientre, algo que me asfixia y me pone de malas. No voy a poder empezar la Universidad el año entrante, por falta de recursos y esas cosas, así que mi única meta en la vida ha quedado truncada de momento. No quedan muchas más alternativas que ejercer la pedorra docencia para poder pagarme los estudios universitarios de acá a unos cuatro años más o menos. En fin, que si lo hubiera sabido, no hubiese dejado pasar tanto el incansable tiempo. Los alquileres en la Gran Urbe están por las nubes, y mis ingresos personales son de cero para abajo. He de conformarme con ser un memo, un cero a la izquierda, un Sin Nombre. Por esto es que intento canalizar todo lo que pueda a través de las redes sociales (con una particularidad que me hace digno de aprecio: no jodo a nadie), porque ya no importa lo que haga, siempre estuve condenado (por no decir “destinado”, que queda feo) a pertenecer a la raza docente. Preferiría vivir bajo un puente, pero no es momento para queja alguna. No le abriré la puerta de entrada a mi corazón a la muerte antes que al amor, no me daré, pues, “por vencido ni aún vencido”, ganaré la victoria sobre mí mismo o me pudriré en la decadencia (o en la docencia, lo cual es algo parecido).

Ya que estoy con el tema de las redes sociales he de hacer un paréntesis al respecto: la palabra hablada de los seres de carne y hueso pareciera irse con el viento apenas se entabla una conversación con cualquiera de todos ellos. Estaría bueno que resurgieran los jíbaros de sus cenizas, pues consideran que “el vencido no está del todo vencido hasta que le cierran la boca. Por eso le cosen los labios con una fibra que jamás se pudre”. El paradigma cambió de un tiempo a esta parte: ya el hablar no es decir algo, pues sólo se dicen estupideces, sandeces, comentarios cizañeros, retazos de biografías inconclusas, se escupe un “te amo” casi sin sentirlo, porque a las palabras se las lleva el tiempo, y porque gracias a los medios masivos de comunicación se ha llegado a la banalización de la opinión por la opinión misma. No importa lo que yo le diga en el día de mañana a una muchacha que me resulta hermosa (como la que tuve el placer de contemplar en la mañana del día de ayer en una verdulería.. mi Dios, qué par de piernas calzaba esa ninfa..), mis palabras se perderán para siempre en los rincones de su memoria. La escritura rápida, fácil y poco pulcra ha reemplazado a la palabra hablada. La tradición oral descansa ahora definitivamente en su lecho de muerte, cerca del cual permanecía aún moribunda, a la espera, en su agonía cultural, del golpe final, del remate. Adiós a la tradición oral. Qué me importa a mí que una chica me hable en la calle, le pido su número de celular o su nombre de usuario en las redes sociales, y le escribo, así leo y releo su respuesta más tarde. Yo me pregunto si esos pibes se pajean mientras leen y releen esos  tweets o entradas o estados o SMS de sus contactos femeninos. Atiéndanme: eso no es flirteo. Y no es por el placer de escribir que lo hacen, porque sus respuestas son más bien parcas, más bien insulsas, y las pobres palabras son víctimas de fatales errores de ortografía y de una alternancia de significados que las vuelve obras de un maniático empedernido. Una caterva de pillos que se valen de la anfibología y de las antífrasis para seducir a pendejas con las que nunca se hubiesen atrevido a hablar por pudor o vergüenza. No culpo a las nuevas tecnologías como lo harían los miembros de su generación ancestral, señora, culpo al sistema educativo, a los padres de esas criaturas y a la sociedad en su conjunto.. En fin, que una cosa era hablar mal, pero escribir mal lo considero un sacrilegio, porque la palabra escrita permanece allí, no se pierde en el tiempo ni se desgasta en la memoria. Su misión es quedar para la posteridad, y escribir “arvol” o “güevos” no es dejar gran cosa. Por esto, los jíbaros deberían privarnos definitivamente del derecho a hablar, y dejarnos sin labios, por lo que no nos quedaría otra chance que escribir un poco mejor. Para besar sin labios propongo que usen las piernas..

El suspiro de cualquier mujer me deja últimamente sin aliento. No puedo corresponder a ningún posible enamoramiento en estos días, en los que sólo alcanzo a dar y recibir futilidad, en un desinterés que va en aumento. No me preocupa no sentir, porque después de todo soy el Hedonista Azul, aquel que ha detenido todo impulso afectivo para dejar de lado el odio y el rencor, pues “es el Mal quien anda desvalido como un amante”: sentiré en lo futuro algo que me haga apreciar el destino, aunque no me haga mucha gracia una circunstancia que es más bien ajena a mis propias decisiones. El destino es una condenación de los instintos. Un beso que me roza el alma, una vulva que me frota la punta del pene, y la abriga de sus propios caprichos. Te invoco, ilusión plena y mía, para que me visites en la ausencia de pasión, y me permitas separar aún más el sexo del amor. El amor desprovisto de sexo es más fácil de entender, aunque resulta menos divertido. Escribo todo esto mientras escucho Tears Dry On Their Own de Amy Winehouse en una repetición incesante, y presiento una erección. En fin, que he pulir la inteligencia que no poseo y afianzar mi fuerza de voluntad, antes de dirigirme a los campos elíseos del conocimiento académico.

El paisaje en el Barrio se pone muy majo en esta época del año: el viento sacude las hojas de los árboles (sauces, alerces y algunos arbustos de los que desconozco toda propiedad etimológica), el gorjeo de gorriones y jilgueros me endulza los oídos, el clamor de los niños reafirma la sensación de inactividad general, y siento el alma abarrotada de caprichos de niño: deseo salir y sentir el aire tibio de la tarde en el rostro o permanecer sentado al frescor de la escueta sombra vespertina. Sin hacer nada, para variar.




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