domingo, 4 de enero de 2015

No al estilo Karamazov

Bueno, pues ha pasado el tiempo, y se me ha acumulado bastante trabajo artístico: inspiraciones de musas anónimas, soliloquios de noctámbulo, revelaciones del alma pura y mía. En primer lugar, debo escribir algo acerca de mi presencia en el velorio de un pariente cercano: un primo que apenas si estaba transitando por lo mejor de su pubertad, cuando sufrió un violento accidente de tránsito. Una tragedia más en ese condenado año que ya terminó. Visité al Árabe la otra vez un domingo y conocí a su pequeño angelito, el cual ya camina e insiste en destrozar su cráneo contra cualquier superficie dura, en una actitud un tanto masoquista aún en un bebé. Estoy releyendo a Shakespeare, así que en realidad se trata de un Shakespeare Zombie empezando por Hamlet; por lo que de seguro se sentirá su tan irónica influencia al escribir aquí (o tal vez no, no sé).


Quiero cerrar con un tema que empecé en este blog pero al cual no di ninguna conclusión firme: el hecho de porqué odio a mi padre. Noticia: no lo odio, al menos no al estilo Karamazov, sino que un conjunto de situaciones en las cuales él aparece como principal protagonista me llevan a despreciarlo (al igual que despreciaría a cualquier otra persona en tales circunstancias). Una de estas situaciones tiene que ver con un can que tuvimos hace tiempo, a poco  de instalarnos en el Barrio. No era un perro de raza lo cual no significa que no fuera un perro. Se llamaba Sagan, nombre patético para un perro, el cual sólo estaba relacionado con el famoso astrofísico norteamericano por el hecho de recibir patadones que pretendían elevarlo hacia el espacio. El hecho es que salió un poco estúpido (para ser perro): ladraba todo el día y toda la noche por cualquier boludés, interrumpía el chismorreo de las viejas que se paraban a dar rienda suelta a su banal verborragia en la esquina de casa (lo cual no estaba para nada mal), asediaba a los vehículos en movimiento poniéndose delante de estos y ligándose un buen concierto de bocinazos.. Era un perro algo neurótico, es verdad, pero en gran parte producto del hambre y la sed. Mi padre lo dejaba atado durante horas al sol para que no estorbase la paz del vecindario choto en que vivíamos. Yo por ese entonces no me le acercaba demasiado pensando que podría llegar a morderme (pues mis peores pesadillas siempre consistieron en eso, en que algo me mordía: un lobo, un tigre, un dinosaurio..). Lo que sigue es material justo para una tragedia griega: en la primera escena, mi padre toma un revólver que tenía, un 22 corto, y le coloca las seis balas en el tambor. En la segunda escena, se lleva al perro, Sagan, en el auto. En la tercera escena, están los dos en un descampado, y mi padre le pega dos tiros en la cabeza a Sagan, abandona el cuerpo ahí mismo y se marcha a casa. En la cuarta y última escena, está mi padre en el patio de casa hablando sus estupideces de costumbre, cuando aparece Sagan aullando con la cabeza completamente ensangrentada. Fin de la obra, baja el telón. Es algo patético y lamentable, para mí indescriptible, pues existen cosas, hechos, que nos dejan sin palabras. Yo amo a los animales un poco más que a la gran mayoría de las personas que conozco, y me da bronca que un animal haya sufrido de semejante manera sólo porque molestaba un poco a los vecinos. Esto confirma la paranoia novelesca (ya mencionada hace unos meses) que el imbécil de mi padre guarda con la realidad: se cree un maldito agente de campo, que encima hace mal su trabajo. Su cerebro debe de haberse quemado con los productos de la industria cinematográfica yanqui y con las obras de Tom Clancy que consumía todo los días del año. 

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