
Acabo de terminar de leer la saga
de Los Juegos del Hambre de Suzanne Collins, y me fascinó. El rumbo que
tomaron las cosas en los trece distritos y el Capitolio de Panem, me llevaron a
pensar en el valor que se le da a la vida humana en nuestros tiempos:
ninguno. Los juegos del hambre consisten en lo
siguiente: en castigo por una rebelión ocurrida hace más de medio siglo, cada
uno de los doce distritos de Panem (sé que antes dije que eran trece, pero
tendrán que conocer la trilogía para enterarse del porqué), deben entregar a un
chico y una chica, llamados tributos, que son encerrados en un enorme estadio
artificial al aire libre que puede ser desde un páramo helado hasta un desierto
abrasador, para que una vez dentro, los 24 competidores tengan que luchar a
muerte hasta que sólo quede uno con vida. La selección de los tributos es
aleatoria (es decir, que se eligen por sorteo), y la llaman “la cosecha”.
Durante las cosechas (celebradas una vez por año) pueden ofrecerse voluntarios,
que son quienes se ofrecen para ir a los juegos del hambre por cuenta propia,
es decir, en lugar de otros que ya fueron elegidos al azar, y cabe señalar que
aquello no lo hacen por motivos para nada humanitarios. La saga hace referencia a aquellos atenienses (siete hombres y siete doncellas cada año), que obligados por el rey Minos,
debían ofrecerse como sacrificio ante el bestial Minotauro en el laberinto
(construido por Dédalo) de Creta. Ser un producto de la más bizarra carnicería
es casi se diría un hábito; una suerte de rito contemplativo. Sin duda, el sinsajo, un muto
creado sin intención alguna por el Capitolio, y que repite las melodías más
hermosas entonadas por los cazadores de los bosques, sea lo que nos mantiene en
pie ante un entorno de violencia explícita. Podría significar la música, la
literatura.
se obsesionaba tanto con la lectura de Tom Clancy, Forsyth y tal vez un
Alejandro Dumas (contra este último no tengo ninguna queja), que se la pasaba
horas hablando de espionaje, misiles y armas bacteriológicas, recordándome con
los años a la mente febril de Alonso Quijano. No me hubiese sorprendido gran cosa
que entonces viera conspiraciones por todos lados, y cargara contra
supuestos agentes de gobierno prorusos camuflados como el cartero o el que
controla el consumo de energía en los medidores de todas las casas. Aquellos
agentes no eran tan ilusorios tampoco, pues se trataba de los acreedores que
hacían fila en la puerta de casa, y su paranoia al respecto resultaba más bien
comprensible.
llegué a
convencerme anoche de que sí existen Dios y el Diablo, pero como las dos caras
de una misma moneda, es decir, que donde está el Bien (siendo Dios su más sabio
representante), siempre estará el Mal (siendo el Diablo su más astuto
representante), y viceversa. Pero no pueden descansar ambos en otro lugar que
no sea el interior del hombre (o la mujer), pues no existen el mal sin bien ni el bien sin mal. El bien y el mal combaten y el centro de batalla es el
corazón del hombre, “es el duelo entre Dios y el
diablo: el corazón humano es el campo de batalla”, decía el maestro en su obra. El alma humana depende de que exista un
cierto equilibrio entre partes que son tan opuestas entre sí.
Resurrección, inspirado en Fénix, último poema escrito por D. H. Lawrence antes de su temprana muerte
(por tuberculosis).
Resurrección
Revive de pronto
El Ave Inmortal,
Que renueva su orgullo
Con la aurora austral,
En el interior de un cascarón
Donde yace dormida.
Allí se siente crepitar
Un intenso murmullo
De innumerables chispas,
Que hacen suspirar,
A su corazón desnudo
De cuerpo y vida.
Cuando cayó vencida,
Sobrevolando nuestra llanura,
Al fulgor de la glacial luna,
En mortífera agonía,
Sintió en su pecho, apagarse una
brasa,
Y en las aguas del olvido, su sed
saciada.
A enormes ramas como garras,
arrojada,
Y en rutilante huevo, su esencia
trasmutada.
Breve tiempo, su alma inmortal
Debió quedar así aprisionada,
En la cóncavas paredes de dorado
metal.
Las llamas nutriendo la yema
afligida y solitaria.
Era la tercera mañana en aquel
día,
Y en el interior del cascarón,
aún seguía dormida.
En un ataúd de incienso y mirra,
Su corazón renovado de pronto
ardía.
El ave presiente, ahora, cercana
su partida.
Se empecina de nuevo en ser
mortal.
Y desde su quemadura ambigua y
fatal,
Se enciende ígnea su alma
henchida
Por el Astro Sol, que renueva su
lozanía,
Cuando muere con la noche y
renace con el día.
La derretida escarcha de pronto
hacía
Las veces del matinal sustento en
su alma herida.
En un gélido resplandor celestial
Sobrevuela, febril, nuestra
llanura.
El ave renace al esperar la
aurora,
Y en ágil vuelo retoma,
prontamente, su altura.