sábado, 25 de octubre de 2014

Veinticuatro horas después


Acabo de terminar de leer la saga de Los Juegos del Hambre de Suzanne Collins, y me fascinó. El rumbo que tomaron las cosas en los trece distritos y el Capitolio de Panem, me llevaron a pensar en el valor que se le da a la vida humana en nuestros tiempos: ninguno. Los juegos del hambre consisten en lo siguiente: en castigo por una rebelión ocurrida hace más de medio siglo, cada uno de los doce distritos de Panem (sé que antes dije que eran trece, pero tendrán que conocer la trilogía para enterarse del porqué), deben entregar a un chico y una chica, llamados tributos, que son encerrados en un enorme estadio artificial al aire libre que puede ser desde un páramo helado hasta un desierto abrasador, para que una vez dentro, los 24 competidores tengan que luchar a muerte hasta que sólo quede uno con vida. La selección de los tributos es aleatoria (es decir, que se eligen por sorteo), y la llaman “la cosecha”. Durante las cosechas (celebradas una vez por año) pueden ofrecerse voluntarios, que son quienes se ofrecen para ir a los juegos del hambre por cuenta propia, es decir, en lugar de otros que ya fueron elegidos al azar, y cabe señalar que aquello no lo hacen por motivos para nada humanitarios. La saga hace referencia a aquellos atenienses (siete hombres y siete doncellas cada año), que obligados por el rey Minos, debían ofrecerse como sacrificio ante el bestial Minotauro en el laberinto (construido por Dédalo) de Creta. Ser un producto de la más bizarra carnicería es casi se diría un hábito; una suerte de rito contemplativo. Sin duda, el sinsajo, un muto creado sin intención alguna por el Capitolio, y que repite las melodías más hermosas entonadas por los cazadores de los bosques, sea lo que nos mantiene en pie ante un entorno de violencia explícita. Podría significar la música, la literatura.


 se obsesionaba tanto con la lectura de Tom Clancy, Forsyth y tal vez un Alejandro Dumas (contra este último no tengo ninguna queja), que se la pasaba horas hablando de espionaje, misiles y armas bacteriológicas, recordándome con los años a la mente febril de Alonso Quijano. No me hubiese sorprendido gran cosa que entonces viera conspiraciones por todos lados, y cargara contra supuestos agentes de gobierno prorusos camuflados como el cartero o el que controla el consumo de energía en los medidores de todas las casas. Aquellos agentes no eran tan ilusorios tampoco, pues se trataba de los acreedores que hacían fila en la puerta de casa, y su paranoia al respecto resultaba más bien comprensible. 

 llegué a convencerme anoche de que sí existen Dios y el Diablo, pero como las dos caras de una misma moneda, es decir, que donde está el Bien (siendo Dios su más sabio representante), siempre estará el Mal (siendo el Diablo su más astuto representante), y viceversa. Pero no pueden descansar ambos en otro lugar que no sea el interior del hombre (o la mujer), pues no existen el mal sin bien ni el bien sin mal. El bien y el mal combaten y el centro de batalla es el corazón del hombre, “es el duelo entre Dios y el diablo: el corazón humano es el campo de batalla”, decía el maestro en su obra. El alma humana depende de que exista un cierto equilibrio entre partes que son tan opuestas entre sí.

Resurrección, inspirado en Fénix, último poema escrito por D. H. Lawrence antes de su temprana muerte (por tuberculosis). 

Resurrección

Revive de pronto
El Ave Inmortal,
Que renueva su orgullo
Con la aurora austral,

En el interior de un cascarón
Donde yace dormida.
Allí se siente crepitar
Un intenso murmullo




De innumerables chispas,
Que hacen suspirar,
A su corazón desnudo
De cuerpo y vida.

Cuando cayó vencida,
Sobrevolando nuestra llanura,
Al fulgor de la glacial luna,
En mortífera agonía,

Sintió en su pecho, apagarse una brasa,
Y en las aguas del olvido, su sed saciada.
A enormes ramas como garras, arrojada,
Y en rutilante huevo, su esencia trasmutada.


Breve tiempo, su alma inmortal
Debió quedar así aprisionada,
En la cóncavas paredes de dorado metal.
Las llamas nutriendo la yema afligida y solitaria.

Era la tercera mañana en aquel día,
Y en el interior del cascarón, aún seguía dormida.
En un ataúd de incienso y mirra,
Su corazón renovado de pronto ardía.
 
El ave presiente, ahora, cercana su partida.
Se empecina de nuevo en ser mortal.
Y desde su quemadura ambigua y fatal,
Se enciende ígnea su alma henchida

Por el Astro Sol, que renueva su lozanía,
Cuando muere con la noche y renace con el día.
La derretida escarcha de pronto hacía
Las veces del matinal sustento en su alma herida.

En un gélido resplandor celestial
Sobrevuela, febril, nuestra llanura.
El ave renace al esperar la aurora,
Y en ágil vuelo retoma, prontamente, su altura.

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